Molts de vosaltres recordareu a en Casimiro Pascual Cruañas, en Barbacoa, del qual conserveu anècdotes i situacions o bé algú proper us ha fet alguna referència.
Fa temps ens varen deixar la novel.la de l’escriptor lleonès Julio Llamazares que en la seva infantesa va coincidir amb ell i el va idealitzar.
Llamazares situa un dels capítols de la novel.la “Escenas del cine mudo” (1994) al poble miner de Olleros i recorda les fires, els titellaires i artistes que mostraven les seves habilitats.
A en Casimiro li dedica el capítol 11 “Un mundo en la barbilla”, del qual us reproduïm un extracte, advertint que l’autor dóna per mort a Barbacoa quan segurament resulta que estava a Sant Feliu, lloc on també se’l va donar per mort durant una bona temporada… i va tornar a aparèixer. En tot cas és una novel.la i l’autor està autoritzat a crear la seva pròpia llegenda o bé a lligar de forma dramàtica aquells passatges que cregui convenients:
“Recuerdo ahora, por ejemplo, al Gran Carpanta, un hombre calvo y velludo que devoraba monedas y trozos de tubería y que podía, según decía (aunque no llegara a hacerlo porque no hubo nadie entre el público que se atreviese a arriesgarla) corroer una moto con la saliva y comerla poco a poco; a La Mujer Forzuda, que se autoproclamaba la más fuerte del mundo y era capaz, en efecto, de aguantar sobre su cuerpo el peso de nueve hombres y de arrastrar con los dientes varios metros un camión; a los hermanos Pita, que caminaban sobre una cuerda atada a una chimenea y al castillete del pozo, a muchos metros del suelo y alumbrados desde abajo por un foco; y, sobre todo, y por encima de todos ellos y aun del propio Fumanchú, el chino que dibujaba contra una tabla el cuerpo de su mujer lanzándole cuchillos desde lejos, al hombre que los carteles pintaban sosteniendo la bola del mundo con la barbilla y que, aparte de alzar con ella un gran poste de la luz, hizo lo propio conmigo y me sostuvo en el aire sentado sobre una silla, como inequívocamente muestra y me recuerda esta foto: Barbachey, el Hombre-Foca. Era un hombre fuerte y rubio, que actuaba ante el público desnudo de cintura para arriba y tenía las patillas unidas al bigote. Viajaba en una furgoneta en compañía de una mujer que le hacía de ayudante y se encargaba también de recoger las monedas al final del espectáculo.
Aquélla fue para mí una noche inolvidable. Después de levantar con la barbilla el palenque de la luz y de sostenerlo durante un rato, Barbachey se secó el sudor, hizo un pequeño descanso y, luego, dirigiéndose al público, pidió con su extraño acento ya tenía preparada. La gente guardó silencio, la mujer se echó hacia un lado y Barbachey, tras probar un instante sus fuerzas, se santiguó, miró al cielo, abrió las piernas en ángulo y, ante el asombro de todos, alzó la silla de golpe y la posó con cuidado sobre la punta de su barbilla sosteniéndola tan sólo, y a mí con ella, por una de sus patas; y a continuación empezó a dar vueltas sobre sí mismo manteniendo el equilibrio con ayuda de los brazos. No sé el tiempo que así estuve, sin atreverme a bullir ni a respirar siquiera —y mucho menos a mirar abajo—, pero sí que, cuando al fin me bajó, ya no oía los aplausos y los gritos de la gente ni la voz de Barbachey felicitándome. Me había quedado arriba, suspendido en el aire, flotando, con el tiempo detenido entre mis manos como el mundo en su barbilla en los carteles de propaganda. Fue la noche más grandiosa de mi vida y es el recuerdo más vivo que guardo de aquellos años.
Pero la vida da muchas vueltas. La vida gira y gira igual que lo hacía el mundo en la barbilla de Barbachey mientras yo estaba en el aire y, en alguna de sus vueltas, a veces nos sorprende, como las fotografías antiguas, arrojándonos de golpe los despojos del pasado.
Hace tiempo, en un pueblo de Soria, encontré una furgoneta abandonada. Le faltaban las ruedas y estaba ya oxidada por completo pero, a pesar de ello, aún pude distinguir las letras rojas que, entre el óxido y el polvo, seguían anunciando: Barbachey, el Hombre-Foca. Compañía de Espectáculos. Un vecino del pueblo me contó que llevaba allí olvidada varios años. Los mismos, exactamente, que hacía que habían hallado al dueño suspendido del cuello por una soga y colgado de la encina que había al lado. Al parecer, Barbachey, que desde hacía ya algún tiempo vagaba por los pueblos de Castilla repitiendo en solitario su espectáculo (la mujer que lo acompañaba debía de haberse muerto o lo habría abandonado), había perdido fuerzas y un día, seguramente, no debió de poder soportar más el peso del mundo sobre su vieja barbilla y decidió suicidarse.
Estaba enterrado allí, en el pequeño cementerio de aquel pueblo, en el rincón de ortigas reservado a los suicidas y a los muertos en pecado. Ni siquiera quise acercarme. Me fui sin decirle adiós y sin ver su sepultura. Ni siquiera me volví, cuando me perdí a lo lejos, para mirar por última vez el lugar en que quedaba. Solamente, antes de irme, me acerqué a la furgoneta y, sin que nadie me viera, cogí aquel roto cartel que todavía seguía pegado a ella como una foto al pasado y me lo llevé conmigo como recuerdo del hombre que me enseñó sin saberlo que soportar el paso del tiempo a veces es más difícil que sostener el mundo con la barbilla, aunque el mundo sea tan duro como el que, en aquellos años, sostenían con las suyas Barbachey, el Hombre-Foca y los mineros de Olleros que, desde esta fotografía, nos siguen mirando a ambos”.